La configuración de la región metropolitana, se caracteriza por una enorme distancia que existe entre una economía integrada fruto de la globalización y una desintegración social (Castells, 2021) [1]. Esto, nos pone en una disyuntiva para la teoría y la práctica urbana, de como enfrentar dicho escenario de integración económica global, en miras de solucionar la desintegración social local, hoy agravada por una fuerte polarización social.

Se ha debatido sobre las formas de producción del espacio en contexto de un urbanismo neoliberal, caracterizado por la atracción del capital inmobiliario que ejerce el Estado. Por ello, es ineludible el rol del Estado, a través del ejercicio de la planificación urbana y regulación urbanística, y mediante la generación de incentivos que faciliten la iniciativa privada, como subsidios entre otros. De esta manera, la acción pública ha buscado promover la concentración o acumulación de capital invertido en suelo urbano reconvirtiendo o reconfigurando el espacio en zonas de interés de renovación, según las necesidades del mercado y del capital inmobiliario. Los efectos son cambios o ajustes a los patrones de ocupación del suelo, transformaciones en la configuración del espacio o estructuración urbana producto de la renovación de edificios en altura, y su correlato en los cambios de la estructuración social de barrios históricos o deteriorados.

Este proceso promueve a su vez, la movilidad del capital o inversión inmobiliaria, ante lo cual el Estado implementa estrategias para la atracción o fijación de dicho capital en el espacio urbano. En consecuencia, el Estado para la producción neoliberal de la ciudad actúa a favor de la inversión inmobiliaria, interviniendo la renta del suelo; en sectores donde no se concentran las mayores necesidades ni demandas sociales en torno a las problemáticas de marginalidad y pobreza. Los efectos en los mercados de suelo de especulación y aumento de precios, impiden que a futuro se desarrollen proyectos de integración social, o se conformen barrios con diversidad socioeconómica.

En consecuencia, la desintegración social se expresa no solo en el desplazamiento o expulsión de los habitantes de sus barrios tradicionales, rupturas de redes sociales, disgregación de vínculos vecinales, desintegración de organizaciones barriales; sino en la pérdida de oportunidad para emplazar en zonas ventajosas de la ciudad habitantes más desfavorecidos, generando tejidos urbanos heterogéneos. A la vez que persiste la vulnerabilidad, pobreza y exclusión de sectores marginales en intersticios como en periferias urbanas, sin acciones públicas directas decididas a transformar tales escenarios.

En búsqueda de las soluciones que intenten revertir los procesos de desigualdad socio espacial en escenarios de fuerte integración económica y de globalización, se ha esgrimido la necesaria recomposición del rol del Estado que garantice el derecho a la ciudad, a través de la planificación urbana. Se suma, una vuelta a una práctica urbana socialmente comprometida, con urbanistas afines a las ideas de justicia social. Esto implicaría, un Estado que responda más a los derechos sociales de interés público como el acceso a la vivienda y a los servicios urbanos, que, a los intereses de la especulación inmobiliaria, a favor de una visión totalizadora de la ciudad que goce de integración económica, pero sobre todo de mayor integración social.

[1] Entrevista dada el 9 de julio de 2022 al IEUT de la UC.  “De la marginalidad a los estallidos sociales. Un recorrido por la historia intelectual de Manuel Castells y su estadía en el CIDU”